Iron Maiden en Bcn: La fiabilidad de los clásicos
Hay pocas cosas cien por cien fiables en la vida y una de ellas, visto lo visto el pasado viernes en el Estadi Olímpic de Barcelona, es Iron Maiden. Esto último, algo obvio para la mayoría de sus seguidores más longevos, pareció coger por sorpresa a algunos de los 50.000 presentes que se estrenaban con el directo de la banda en el primer recinto de esta envergadura que la Doncella de Hierro preside en nuestro país. Un logro inédito que llega en un momento dulce para el grupo tras más de cuatro décadas de trayectoria al margen de modas y tendencias; un éxito no solo mesurable en cuanto a cifras y nivel de popularidad, también palpable si hablamos de prestigio y reconocimiento generalizado –incluso en nuestro país, donde siempre ha existido, y sigue existiendo, cierto recelo con estilos como el heavy metal–.
Entre los motivos de su imponente presente: una tenacidad imbatible, personificada en su fundador, el bajista Steve Harris, incluso en momentos tan oscuros para el grupo como la segunda mitad de los noventa; un frontman de otro planeta, Bruce Dickinson, que a sus 63 años parece casi en mejor forma hoy que hace veinte años; un directo espectacular con una puesta en escena tan barroca como atemporal que utiliza sin complejos decorados de cartón piedra, telones de fondo y un sinfín de trucos visuales; y, probablemente, una de las razones más importantes: poseer un cancionero plagado de himnos que ya querrían para sí el noventa por ciento de bandas del planeta.
La cita de Barcelona, su única fecha en España, tenía sin duda algo de histórico, y no solo por sus dimensiones: la euforia colectiva recorría el estadio como una descarga eléctrica, ya en los primeros compases de Airbourne: una apisonadora hard rock que, como si de unos AC/DC acelerados y rejuvenecidos se tratara, nos poseyó a base de riffs cortantes y energía desbocada. No son el súmum de la originalidad, de acuerdo, pero cumplieron con creces su misión: calentar el ambiente a pesar de la lluvia intermitente de media tarde. Abrieron con “Ready to Rock”, toda una declaración de intenciones, y coronaron su corto set con una hipervitaminada “Runnin’ Wild”. Una locomotora en llamas y sin frenos.
Lo de Within Temptation fue algo más extraño, desubicados en un cartel más clásico y festivo. No tendría por qué suponer un problema: Iron Maiden a menudo han llevado de gira a bandas a priori alejadas de sus coordenadas, de Entombed a My Dying Bride; quizás es que el metal gótico de Within Temptation ha madurado peor que el heavy metal clásico, a pesar de su momento de gloria a rebufo del éxito internacional –y fugaz– de Evanescence en los primeros 2000. Ironías de la vida, ya que los holandeses llevaban unos cuantos años más en la brecha con discos tan interesantes como “Enter”, en la estela de los primeros Theatre of Tragedy y The Gathering. La recepción del público fue bastante fría, aunque lograron remontar el partido en la recta final gracias a cortes como “Stand My Ground”, “Ice Queen” y “Mother Earth”.
Con todo, las ganas de vivir un concierto de esta magnitud tras la sequía de música en vivo causada por la pandemia seguían intactas para recibir a Iron Maiden. Justamente, el aplazamiento de este concierto ha hecho coincidir la actual gira de grandes éxitos, bautizada como “Legacy of the Beast”, con la presentación en directo de su último disco “Senjutsu”, publicado en 2021. Un cambio de guión que ha alterado ligeramente su setlist original, que se abrió con las tres primeras canciones del nuevo álbum, interpretadas en su mismo orden, algo que dice bastante de la inusual confianza en el presente de una banda de sus características. Iron Maiden, además, hacen bien: su material más reciente está entre lo mejor que han publicado en los últimos veinte años.
Tras desatar la euforia colectiva con los primeros compases de “Doctor Doctor”, el tema de UFO que los británicos utilizan como introducción habitual de sus shows, Iron Maiden arrancaron con la canción que da título a su último lanzamiento, un medio tiempo envolvente de crescendo progresivo y majestuoso que la banda interpretó enmarcada en un enorme templo japonés secundado por dos pagodas hinchables. En el foco central de la escena, Bruce Dickinson, de negro impoluto y tocado con un moño samurái, liderando la función; y como secundario de lujo, Eddie, la mascota del grupo, embutido en una armadura bushi y blandiendo su katana contra los músicos en su primera aparición de la noche. Un recurso teatral tan previsible y granguiñolesco como entrañable. Les siguieron la más veloz “Stratego”, con su trote rítmico marca de la casa; y una “The Writing on the Wall” cuyo arpegio inicial huele ya a clásico y que aunó con exquisitez armonías celtas, punch y un estribillo luminoso.
Tras esta tríada inaugural, un breve parón para reconfigurar el escenario y prepararnos para lo que vendría. Y así nos dimos de bruces con los primeros compases de “Revelations”, extraído de “Piece of Mind”, de 1983. Un viaje en el tiempo instantáneo que hizo sonreír, erizar el vello –incluso humedecer los ojos– a muchos de los presentes. Y es que, sin desmerecer su etapa actual, es inevitable sucumbir a su repertorio de los ochenta. Por algo Iron Maiden ha sido la banda iniciática por antonomasia del heavy metal para varias generaciones, incluída la próxima, como atestiguaban las caras iluminadas de numerosos chavales en las pantallas laterales, observando embelesados el espectáculo y coreando la mayoría de canciones. Juego de espejos y comunión intergeneracional al alcance de pocos.
Fieles a su defensa de todas las etapas de su carrera, sonaron dos temas inesperados: “Blood Brothers”, de “Brave New World” (2000), disco que marcó el retorno de Dickinson a la banda; y “Sign of the Cross”, de su discutido “The X Factor” (1995), una canción con múltiples capas que ha mejorado con el tiempo. Y de vuelta a los clásicos en mayúsculas: una “Flight of Icarius” rotunda, con la figura alada de Ícaro presidiendo el escenario y Dickinson disparando fogonazos con un lanzallamas al más puro estilo Rammstein; una efectiva “Fear of the Dark”, mejor o peor según la intrahistoria de cada uno pero con una efectividad difícil de rebatir; y “Hallowed Be Thy Name”, celebrada aquí ya sin matices, ejecutada con clase y maestría por la dupla formada por Adrian Smith y Dave Murray y sus dobles armonías de guitarra; con un Harris férreo al bajo; y, de nuevo, un Dickinson pletórico que volvió a arengar al personal con su ya icónico “scream for me Barcelona!”.
El fuego se apoderó una vez más del escenario con las primeras notas de la aerodinámica “The Number of the Beast” y el propio Belcebú no quiso perderse la fiesta en la fundacional y casi punk “Iron Maiden”, con un busto cornudo y gigantesco a lo Pink Floyd que interpeló incluso las gradas más lejanas. Y así llegamos a la recta final, regida por la temática bélica. Los bises reunieron dos de sus piezas más populares: “The Trooper”, con Dickinson brillando al micrófono y enarbolando la bandera británica; y la inevitable y pegadiza “Run to the Hills”; en medio de ambas, una “The Clansman” defendida con dignidad pero casi un cuerpo extraño en tiempo de descuento. Y como colofón, el famoso discurso de Churchill con el que suelen anunciar “Aces High”, el vertiginoso tema que abre “Powerslave” y que la banda atacó con nervio y con la reproducción de un Spitfire luchando contra las turbulencias sobre sus cabezas.
Un final en línea ascendente que dejó a los asistentes con una sonrisa durante horas pero con ganas de más. Puede que su propia leyenda y que el abultado cancionero de Iron Maiden juegue en ocasiones en su contra: demasiadas ausencias y omisiones incluso en sets de dos horas como el de Barcelona. La solución es fácil: vayamos a verlos siempre que vuelvan por si tocan nuestras canciones favoritas –todos tenemos las nuestras–; pero, sobre todo, porque cuando Iron Maiden no estén los vamos a echar de menos.
Fuente: Mondosonoro
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